Autor
Joaquín Hernán Aedo Garay / Publicación original: 2015
El Diálogo como práctica del lenguaje
En psicoterapia de la Gestalt el diálogo está al centro de su quehacer, no solo en un plano práctico, sino que también como método terapéutico. Es más, para destacados pensadores y terapeutas gestálticos, como en el caso de Gary Yontef (1995), uno de los principios que define la terapia gestáltica es que se basa en el existencialismo dialogal, es decir, “en el proceso en el que dos personas se encuentran como personas, donde cada una es impactada por y responde a la otra, Yo y Tú. No es una secuencia de monólogos preparados. Es una forma de contacto especializada”. (p. 190).
En Gestalt dialogamos con personajes imaginarios que surgen de nuestra experiencia, con objetos traídos de los sueños, con nuestro cuerpo, entre distintas facetas o polaridades de nosotros mismos. Esta práctica permite integrar a nuestra experiencia, de una forma creativa y en ocasiones incluso artística, ciertos aspectos negados de nuestro vivir con los cuáles hemos sido -hasta antes de ese diálogo integrador- poco efectivos en nuestros intentos de hacernos cargo.
Podemos describir esta práctica del diálogo a partir de los siguientes elementos básicos:
1.- Hablando en primera persona
Los interlocutores hablan en primera persona, desde lo que “a mí me pasa”, dejando entre paréntesis los “deber ser”. El hablar en primera persona es una de las “reglas básicas” del modo de conversar en Gestalt, especialmente en los grupos terapéuticos, con el propósito de explicitar el compromisos de cada uno con su hablar particular o personal, evitando al máximo todo tipo de teorización y de proyectar en otros algo que la persona esta vivenciando en su individualidad, que siempre está en la relación con otros. Marina Varas (2014), en su libro Terapia de Grupo, señala que una de las reglas explícitas de funcionamiento de los grupos terapéuticos, es el “hablar desde el “yo”, en ves de “uno o alguien”. Haciéndonos responsable de lo que decimos. Tomando conciencia de nuestras palabras”. (p. 88).
Cuando hablamos en primera persona de lo que “a mi me pasa” o “me está pasando”, estamos invitando al interlocutor a una conversación personal, entre un tú y un yo, y posiblemente él o ella. Pero cuando hablamos desde el deber ser o estándares de comparación externos, la conversación se despersonaliza, dado que estamos usando un argumento externo y queremos imponerlo como verdad universal, es decir, aplicable a todo tipo de situación similar. Entonces, cuando hablo en nombre de una verdad, como decir por ejemplo, es que “tú deberías poder escucharme” –en ves de decir, me pasa que me siento poco escuchado por ti- estoy invitando al otro no a una conversación en la que intercambiamos experiencias, sino a un debate respecto a qué constituye una verdad o un patrón válido que podemos aplicar a esta situación.
Por ello el diálogo surge y se nutre como primera práctica del lenguaje desde un hablar en primera persona, desde “lo que a mi me pasa contigo”. Como toda experiencia, no es ni verdadera ni falsa, es válida en cuento habla del vivir de ese ser; pero en ningún caso tiene el propósito de imponer esa experiencia como verdad a otros.
2.- Un escuchar pleno que busca comprender las preocupaciones o inquietudes del otro.
Las prácticas terapéuticas de la Gestalt implican un escuchar pleno, en el sentido de que el terapeuta siempre busca comprender el decir del cliente y no cuestiona su experiencia, sino que acompaña y muestra en ocasiones como el cliente ha aprendido a hacerse trampa, en el sentido de interrumpir el contacto con esa experiencia y de ese modo, se desapropia de su hablar, sentir y experienciar.
En el diálogo terapéutico, a pesar de que se agudizan y energizan las contradicciones -cuando por ejemplo dialogan el padre con el hijo- cada persona tiene su tiempo y ocasión para expresarse. El terapeuta sólo ayuda a que ese hablar sea comprometido y conectado con la experiencia y ese escuchar no sea sólo la acción de captar sonido o decodificar un lenguaje de manera correcta -como lo haría si estuviera guiado por el paradigma del emisor y receptor-. Por el contrario, el terapeuta, como facilitador, invita a la persona que escucha a que hable de aquello que le produce el decir del otro, con preguntas como: ¿Qué te pasa?, respóndele ahí está adelante tuyo, ¿Qué estás sintiendo ante lo que escuchaste?, ¿Qué te gustaría pedirle?
En el diálogo el hablar de uno de los interlocutores requiere ser acompañado con el escuchar del otro o de los otros, que requiere en lo más básico de concentración, de no interrumpir, que son expresiones prácticas de un escuchar comprometido con la situación de tener a otro ser humano al frente que está hablando desde lo que a él le pasa, no desde la verdad o falsedad.
El escuchar, que parafraseando al filósofo existencialista Martin Heidegger (2002) podemos considerarlo como la madre del lenguaje, es la práctica que más caracteriza el diálogo. En su conferencia titulada “el habla”, que apareció publicada por primera vez en la revista Gestalt und Gedanke en 1959, Heidegger señala:
“La simultaneidad del hablar y escuchar tiene una significación más amplia. El hablar, es tanto que decir, desde sí un escuchar. Es el escuchar el habla que hablamos. Así, hablar no es simultáneamente sino previamente un escuchar. Esta escucha del habla precede, también y del modo más inadvertido, a cualquier otra escucha. No sólo hablamos el habla, hablamos desde el habla. Somos capaces de ello solamente porque ya desde siempre hemos escuchado el habla. ¿Qué oímos? Oímos el hablar del habla.” (P. 189)
De este modo, el escuchar es lo que hace posible el espacio de apertura desde al cual es posible un encuentro yo-tú-él, puede permitir un encuentro pleno, al dejar entre paréntesis la verdad o falsedad de lo que se dice y comprometerse en el camino de querer comprender la experiencia o vivir del otro.
3.-En un intercambio en el que cada interlocutor va poniendo en palabras su vivencia.
Como dice la etimología de la palabra diálogo, que podríamos traducir en la expresión “dar vueltas juntos”, en esta práctica se produce un intercambio, en el que se va tejiendo una deriva en la que cada uno va relatando su experiencia y va produciendo un efecto en la vivencia del que habla y en la de quien escucha, de modo que se produce una co-creación, una co-afectación, un “tocarse con las palabras”, las emociones, las historias de uno y del otro.
El rol del facilitador en este diálogo es ir promoviendo un ritmo adecuado, un intercambio pleno y sincero, con el tiempo suficiente para que cada uno pueda expresarse y pueda por tanto escuchar al otro. Y siguiendo a Heidegger, como lo hemos señalado recientemente, pueda ir escuchándose a sí mismo en la deriva de la conversación, es decir, dejándose afectar por el otro y su relato –con las barreras abajo y los prejuicios entre paréntesis- y dándose cuenta como está sintiendo e interpretando esa experiencia gatillada por el decir del otro.
4.- Diálogo en la organización.
Este se produce en un contexto organizacional, en el que el vínculo es importante, tanto como lo es en el espacio terapéutico. Y dado que la red de relaciones suele no tener el nivel de intimidad y confianza como el que se da en un contexto terapéutico, se requiere que el lenguaje, con los juicios y declaraciones que se hacen unos a otros, se despliegue en un contexto de respeto, es decir, que estén libres de descalificaciones o juicios categóricos que cierran el futuro a la relación y quitan el sentido que tiene el hablar y escuchar de uno y otro. En este sentido, es necesario diferenciar con claridad una catarsis de un diálogo. Mientras la catarsis es un desahogo, el diálogo es un intercambio de experiencias donde cada una es válida en cuanto es el vivir de una persona, en un contexto en el que el vínculo es cuidado y en muchos casos, afianzado.
La emoción del amor, definida por Humberto Maturana (1990) como la relación en la que cada uno es legítimo en su experiencia, es un sentir que puede facilitar enormemente este contexto de intercambio respetuoso y, en ocasiones, amoroso.
Dado que el lenguaje no es sólo la acción de describir la realidad, sino que fundamentalmente es la cocreación de la realidad en el espacio relacional que se comparte, también tiene la capacidad de generar “nuevas realidades” o nuevas posibilidades. En la práctica del diálogo por un momento pueden dejarse entre paréntesis las diferencias jerárquicas y de poder, dado que el compromiso es con el hablar y escuchar desde la validez de la experiencia, por sobre el rol y otras diferencias. Una experiencia ilustradora: un jefe llamado JG, le solicita a RE, uno de los ingenieros de su equipo, que deje ciertas responsabilidades y asuma otras, en un proyecto distinto al que él estaba originalmente supervisando, a fin de que pueda supervisar ambos proyectos en lo que a su especialidad se refería. Ambos hicieron sendos listados con las responsabilidades a dejar y los nuevos compromisos a asumir, dando los fundamentos técnicos de aquellas decisiones y sus implicancias. RE se resistía a tener que abandonar algunas cosas de su proyecto original, fundamentando que técnicamente no era posible. Sólo cuando en el contexto del diálogo ambos hablaron de lo que les pasaba, lograron avanzar en la construcción de un acuerdo; RE dijo que se sentía abusado al ser responsabilizado por la ejecución de otro proyecto, con las mismas condiciones; y su jefe por otra parte, pudo decir que se sentía poco respetado por su colaborador. Luego de eso fue posible iniciar un diálogo que concluyera con un “te entiendo” y un “¿qué puedo hacer para que te sientas apoyado?”.
5.- El diálogo como resolución de conflictos
En la empresa u organización, como en toda relación, vivimos en la deriva de dos experiencias polares: por una parte, experimentamos la necesidad del otro desde los aspectos más prácticos, desde un reporte del otro para evaluar una situación, un proveedor de la energía para hacer funcionar el equipamiento, o el auténtico reconocimiento o valoración del otro o de los otros, por el aporte realizado a la organización; y en la otra dimensión opuesta, vivimos la diferencia, la unicidad que somos cada una de las personas que estamos en relación, con la particularidad de la historia, orígenes, percepciones, estilos, etc. Esta unicidad en ocasiones hace que las necesidades de uno no coincidan con las del otro. Generalmente estos aspectos polares se complementan en la relación y, de esta necesidad que nos lleva a identificarnos con el otro, surge una solución creativa, una adaptación única, que enriquece a las personas en relación. Pero en otras ocasiones genera tensiones, que de no ser encaradas satisfactoriamente, pueden transformase en conflictos que hacen sufrir a las personas y pueden generar una separación o quiebre en la relación.
Desde nuestra perspectiva, la semejanza y la diferencia son dos aspectos constitutivos de toda relación, y por tanto la tensión que en ocasiones este fenómeno genera, es igualmente constitutiva a todo equipo o comunidad humana. Generalmente, vivimos en la ilusión de la relación perfecta, carente de insatisfacciones o conflictos. Pero nuestra historia individual y social nos enseña que la tensión es parte de nuestro vivir con otros. Es más, la propuesta del amor, como la relación en la que el otro es aceptado como otro legítimo, no está exenta de estas tensiones. El enamoramiento puede ayudar, pero no anula las diferencias. Entonces, si las tensiones son parte de la relación ¿dónde está la posibilidad? Si no se trata de la fantasía del príncipe azul, de la doncella encantada o del mundo perfecto de Rousseau, la posibilidad que nos queda es la de “poner en diálogo nuestra tensión o insatisfacción”, entendiendo que esa práctica dialogal no es catarsis y está constituida por las prácticas que ya hemos mencionado. Si el diálogo es realizado escuchando las experiencias particulares de los involucrados, se abre entonces la posibilidad que estas generen una solución creativa, un acuerdo o compromiso, sobre cómo encarar esa dificultad.
6. Aquello que obstaculiza el diálogo
Pero hagámonos cargo de lo que experimentamos como obstáculos ante esta práctica tan simple y que tenemos a la mano. ¿Por qué se nos hace tan fácil involucrarnos en una dinámica de discusión caracterizada por el deber ser, el propósito de convencer al otro desde nuestra particular verdad? Es una pregunta esencial que podría tomarnos un largo desarrollo abordarla. Intentando una síntesis, desde el punto de vista cultural –y apoyándonos en la articulación que realiza Gordon Wheeler (2005)–, podemos sostener que desde aproximadamente tres mil años atrás, en la Grecia de Platón, se intentó resolver la incertidumbre y la tensión que nos provocaba la constante impermanencia, ante la necesidad de establecer verdades estables que trascendieran el devenir en continua transformación; entonces, se inventó un mundo de ideas paralelo a nuestra realidad, que sí podía ser estable y permanente, constituido de verdades e ideales trascendentes. Este idealismo satisfizo y satisface a muchos, protegiéndonos en la edificación de patrones a seguir, ideales trascendentes por los cuales luchar y en torno a los cuales orientar nuestras vidas. Por ello vivimos como cultura colmados de deberes ser, mandatos, recetas o modelos que se aplican como verdades, desprovistas de contexto, dado que la situación es lo particular, único e irrepetible, inestable y dinámico. De este modo, por ejemplo hemos transformado la educación en el juego de acumular conocimiento que luego en esa realidad desordenada y dinámica, debemos aplicar. Y entonces, se nos hace muy natural anteponer a nuestra experiencia el deber ser, y lo que es más crítico aún, llegamos a suponer que la experiencia por ser personal no es válida ante la verdad trascendente a la cual esta subjetividad debe subyugarse.
Otro aspecto que nos juega en contra al momento de promover la práctica del diálogo, es la cultura competitiva en la que nos desenvolvemos, que nos hace suponer que es más importante tener la razón que comprender al otro. Parece ridículo, pero es lo que en muchas ocasiones hemos experimentado en nuestra vida inmersos en relaciones en un contexto organizacional, contexto relacional en el que es más importante un buen argumento, sustentado en datos, en una verdad objetiva, que el comprender la experiencia del otro, su particular entendimiento o punto de vista.
Pero como fundamenta tan elocuentemente la socióloga y antropóloga Riane Eisler en su libro El cáliz y la espada (1990), tres mil años de negación cultural de nuestra esencia no borran nuestra naturaleza amorosa y colaborativa, a pesar de nuestro presente sociocultural. Por ello, sigue siendo tan placentero el colaborar y, en especial, el dialogar. Por eso cuando escuchamos, comprometidos en el juego de entender al otro, experimentamos satisfacción y se nos aparece como oportunidad a la mano, de un modo prerreflexivo, la posibilidad de seguir dando pasos juntos sin hacernos zancadillas el uno al otro. Está en nuestra constitución biológica heredada de millones de años de evolución la capacidad natural de dialogar y empatizar con la experiencia distinta del otro. La tarea que requerimos realizar de manera consciente dada las condiciones culturales actuales dominantes, es dejar entre paréntesis la ideología de la verdad trascendente y de la competencia. En palabras de Wheler (2005), dejar entre paréntesis “nuestro legado de individualismo y soledad”.
¿Qué nos podría motivar a esa tarea, a veces, nada fácil de dejar entre paréntesis el hábito cultural de debatir en búsqueda de la verdad y el deber trascendente? Nuevamente aparece como figura el nosotros y la importancia que tenga el otro u otra, que al estar conectado con cierto propósito compartido hace que “valga la pena” sentarse a conversar. En la medida que el otro y otra persona sean entendidos y vividos como algo más relevante que el tener o no la razón, estaremos en tierra fértil para el diálogo.
En la medida que el diálogo se produzca en las condiciones que hemos descrito, es altamente probable construir acuerdos que permitan encarar la insatisfacción de un modo constructivo.
A modo de facilitar el estar alerta a las dificultades que, de acuerdo a nuestra experiencia, suele obstaculizar el diálogo, para así identificarlas y dejarlas entre paréntesis, listamos algunas de ellas:
- Buscar al culpable o autodeclararse la víctima (dos expresiones del mismo fenómeno)
- Una disposición de resignación: “La persona no va a cambiar”, “Dejemos que el tiempo lo arregle”, “No hay nada qué hacer;
- Hablar desde “la verdad trascendente”, que siempre es una invitación a debatir, no a dialogar. Produce una situación de ganar/perder: “Yo tengo la razón”, “¡Uno de los dos aquí está equivocado!”;
- Partir con el propósito de querer cambiar o convencer al otro;
- Anteponer mis prejuicios: Una idea previa que quiero confirmar;
- Dificultad emocional: Temor a que se desate un conflicto o “bloqueo o enganche emocional”. Este enganche suele ser reflejo de una “proyección”, es decir, estoy poniendo mis propios temores y conflictos no resueltos en la relación con el otro.
- Falta de sensibilidad a las diferencias de estilo y/o diferencias culturales.
El observar y darnos cuenta del surgimiento de estas prácticas o propósitos en el contexto del diálogo, nos pueden servir en nuestra labor de asesores o mediadores, invitando al otro a darse cuenta y volver a la práctica y propósitos del diálogo. Nuestra experiencia nos indica que en general a las personas les hace mucho sentido el ejercitar el diálogo y comprometerse con los propósitos de éste.
Referencias:
Eisler, R. (1991). El cáliz y la espada. Santiago de Chile: Editorial Cuatro Vientos.
Maturana, H. (1990). Emociones y lenguaje en educación y en política. Santiago: Centro de Estudios del Desarrollo, CED.
Heidegger, M. (2002). De camino al habla. Barcelona: Ediciones del Serbal.
Varas, M. (2014). Terapia de grupo. Santiago: Editorial Cuatro Vientos.
Wheeler, G. (2005). Vergüenza y Soledad, el legado del individualismo. Santiago de Chile: Editorial Cuatro Vientos.
Yontef, G. (1995). Proceso y diálogo en psicoterapia gestáltica. Santiago de Chile: Editorial Cuatro Vientos
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